Ahora alterno la visita cotidiana a la playa: una semana por la mañana y la otra por la tarde. Lo hago en función de la bajamar, que triplica o cuadriplica el espacio disponible, lo que provoca menos agobios de los habituales. Esta semana toca ir por la mañana. La playa por la mañana tiene un encanto peculiar. Todo está más fresco y luminoso.
Hoy había bandera verde pero la bandera amarilla hubiera encajado mejor porque el oleaje era fuerte y muy repetitivo. Apenas te daba tiempo a recuperarte de una ola cuando ya tenía encima la siguiente. Nadar en estas condiciones es complicado, pero el masaje que te procura semejante zarandeo es de lo más placentero y energético.
He entrado en el agua a la vez que una pareja de ochentones. Los he estado observando, pues nadábamos casi a la misma altura, ellos un poco más adentro del mar que yo. Lo estaban pasando en grande con el oleaje, cada uno un poco por su lado. Al cabo de un cuarto de hora yo me he salido del agua, por el cómodo método de dejarme arrastrar por las olas. La pareja ha seguido con sus juegos acuáticos. Disfrutaban como chiquillos. Por lo menos han estado a remojo el doble de tiempo que yo.
Ojalá cuando yo alcance su edad –para lo que ya no me queda tanto tiempo, ay–, quiera y pueda disfrutar del mar como lo han hecho ellos esta mañana luminosa. Y eso que ahora ya disfruto muchísimo cada día.